Se difuminan las personas, los colores se entremezclan, las voces se van haciendo lejanas… Una idea fija, un objetivo concentra el alma de aquella para quien el mundo ha dejado de ser un lugar concreto.
Poco a poco, las figuras vistas desde la miopía mental se van tornando en solo sombras opacas, cada vez más negras, las voces se pierden en un zumbido que aturde, los olores se confunden y las malditas moscas revolotean por doquier.
No hay nada alrededor. Todo se ha mezclado en un campo intemporal y solo quedan ganas de llorar, pero no hay lágrimas, no fluyen, solo más vacíos…
Entre el universo, aquel piso de rombos, los azulejos celestes, la capilla cerrada y las rejas del recinto, no hay nada… Nada que se traduzca a palabras.
Huele a cigarro. Aquí no se puede fumar, pero no hay reglas en la casa de las moscas. Puedes ver al joven lanzarse contra la pared, a la «loca» comiendo sus propios mocos mientras que su hijo crece en su vientre dopado de sedantes, a otra cantar alabanzas que en la Biblia no aaprecen (porque nunca falta un fanático religioso), o a la madre con la mirada en un agujero negro mientras su niña, de bello vestido rojo, salta feliz entre los locos sin darse cuenta de que es un pequeño ángel en medio del infierno.
Cada cabeza crea una realidad distópica y ella solo admira la suya, se aferra a la suya como tabla de salvación y muerte. Porque no hay palabra que le suprima aquellas palabras que se repiten como disco rayado en su cabeza.
Saber que nadie entiende, que todos arman rompecabezas con sus sentimientos y comparan sus vivencias con las suyas, la ahogan… Quizás lo suyo sea una gota en el océano de la vida, pero es una gota real, válida, respetable. Disminuir una emoción la acrecienta, la lleva al límite y a la mala respuesta, al silencio perpetuo, al sentimiento de que no hay ríos nuevos que conocer.
Se despersonalizan los logros, al ser humano, y nada tiene sentido, nada tiene asidero. ¿Buscar un nuevo rumbo es posible cuando estás perdido en el bosque tratando de sobrevivir a las fieras? Bien lo han dicho: sobrevivir ante el bravío oso es cosa de hacerse el muerto, por el tiempo que sea necesario, quizás hasta creerlo profundamente y morir…
Rompe el hechizo una voz como la de una niña grande y absurdamente delgada que lanza agua al recinto, con un delicado «lluvia de agua»…
Vuelven los colores y las formas, el bullicio y las pláticas insulsas. Respirar y dejar que todo pase… al menos faltan minutos para ser liberada.