El Amolador

Llega el encargo a tu mano y lo observas con cuidado, con esa «cara de perro» que ella decía que tenías, y que aún tienes y que morirás con ella porque dentro de ti hay un único objetivo: afilar eternamente el hacha del verdugo, envuelta siempre en la misma tela árida de yute, marcada con las decenas de gotas carmesí y el olor a vida seca.

De vez en cuando, acabada tu labor, sacas tu nariz ancha para oler a la víctima. Te ríes con esa risa que parece pesar toneladas, acaricias tu vientre, como si sostuvieras la cabeza recién separada del cuerpo, y das la espalda para afilar cualquier cuchillo de casa, o la lanza de un caballero desconocido que pronto tendrá una justa.

A las doce y veinte, con el sol de juez, la cabeza al balde y tú a tus labores, que estarán listas a las dos y cincuenta, si no pasan de dos pedidos sencillos o a las tres y cuarenta cuando hay más por hacer.

Pero esa mañana te entregaron el hacha, pestilente a injusticia, y tú la afilaste, con la cara más animal que nunca. Durante unos segundos, miraste a la nada, suspiraste y seguiste tu labor.

A las doce en punto, decidiste no salir. Te quedaste afilando un poco tus propias armas, porque las ibas a necesitar. No reíste ni sobaste tu panza. No sentías nada. La cabeza de hoy la conocías. Afilaste más que nunca para que se desprendiera rápido de ese cuerpo, cuerpo que conocías, risa que hoy callaba.

No eras verdugo, pero cada gota del río rojo también corría por tus manos, cuando alguna vez, en tono de broma, dijiste que esa sangre era tan preciada como si corriera por tus propias venas.

Habías conocido a decenas de ajusticiados, pero era la vez primera en que el gran señor había puesto al inocente hijo enclenque del leñador como ejemplo de que las crías también son tributo del gobierno si faltan sus absurdas reglas.

Afilaste, mirando al gato, y evitabas pensar en el niño que hoy moriría con el corte del hacha que preparaste con más esmero que nunca. Escuchabas los gritos y las risas del pueblo expectante y eufórico.

Mientras el gato lamía sus propias patas al ritmo de la cola hipnotizante, tú imaginabas esos ojitos llenos de temor, esas lágrimas, ese cuerpecillo dejando bonitos años futuros en ese pasado fatal.

El gato salió y cruzó la plaza de medio de la algarabía, mezclado con los perros desnutridos. Esperaba su puñado de vísceras, mientas tú, cabizbajo, afilando tus armas, repetías sin cesar:

—Muchacho, vos no tenés lo que yo sí tengo: autocontrol. Que te corte la cabeza el verdugo, que alimenten a los perros contigo. No tenías que abogar por nadie, no tenías que llevar la contraria a los los señores, tenías que aplaudir cada chiste. ¡No culpés a nadie de tu muerte! Cuando pasés a la otra vida, te vas a arrepentir de lo que hoy hacés, y ahí te veré de nuevo, mientras afilo para ti el hacha del verdugo.

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